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Vigesimasexta

Madre Admirable,

 que levantas el ánimo abatido.

    ¡Oh Madre Admirable!, no siempre llego a Ti con el paso alegre y con el rostro radiante de santo ardor. Más de una vez he llegado a Ti con la frente inclinada, el rostro ansioso y pesado el caminar. En esos días, con ganas he posado mi cabeza cansada sobre tus rodillas y he dicho solamente: "¡Oh Madre, no puedo más! Aquí estoy sin palabras, sin fuerzas. Mi coraje ha llegado al límite de sus posibilidades"... Y Tú has oído aquello que los labios no se animaban a decir; porque nada se oculta al corazón de una Madre como Tú. Tú sabes que hay días en los cuales la atmósfera está tensa porque todo nos es contrario, días en los cuales tenemos la cabeza llena de pensamientos que vuelven una y otra vez; los mejores propósitos entonces nos parecen ilusiones, la esperanza no canta más en el corazón, la inquietud es mala consejera y la llama del amor de Dios se hace vacilante.

    Pero Tú estas allí; y el saberlo ya es un descanso. No corriges ni reprendes al pobre ser desanimado que te dice su angustia; lo miras, te haces ver y, cuando has cautivado su mirada, lo diriges hacia Uno que lo ama: Jesús. Uno que no se asombra de la debilidad y cuyo corazón está siempre abierto, cuya misericordia vive perdonando. ¡Oh! Este corazón es la vida del mundo. Si me conduces a Él, Madre Admirable, Él me rehará; y yo retomaré más animosamente mi fardo. Si solamente una chispa de su llama rozara mi alma, la angustia y el cansancio no podrían ya nunca más vencerme.

    ¡Oh María!, me refugio al lado de tu corazón, para que Tú me descubras el Corazón Divino de Jesús.

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