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Vigésima

Madre Admirable,

 que das la fuerza para cumplir los más grandes sacrificios

    ¡Oh Madre Admirable!, permite al pobre caminante que llega a ti, retomar fuerzas en tu presencia.

    Prosigo mi rumbo, ¡oh María!, pero el camino es largo y, a veces, el paso se vuelve pesado. ¿Por qué el canto que daba ritmo a nuestra marcha se ha ido debilitando poco a poco? Lo sabes bien. Tú, que has recorrido nuestros senderos de sufrimiento. En ciertas horas la vida se hace dura; los pensamientos no parecen tan alegres como cuando partimos; el coraje disminuye; la noche puede caer sobre el más vivo entusiasmo y sobre las más generosas resoluciones.

    ¡Oh Madre!, no es fácil permanecer "hijos de la luz"; decir siempre que "sí" a las exigencias del evangelio; inclinar la espalda cuando en ella se posa la cruz. Pero ¿seríamos dignos de Jesús si no supiéramos estar dispuestos al sacrificio?

    ¡Oh Madre!, Tú nos das el coraje para las más grandes renuncias, porque nos das el amor que nos trae la luz. Tú, puesta por Dios en la fuente de donde mana el amor, lo das a quien te tiende la mano. Un amor trascendente, que no siempre se mide con gestos heroicos, sino con la serena adhesión al querer de Dios. Este amor es la fuerza que eleva, la energía que estimula a retomar la carrera interrumpida.

    ¡Oh María!, hazme este principesco don. Dame el amor. Y luego, enciende sobre mi camino una gran luz; aquella que iluminó tu camino; aquella que no conoce ocaso y disipa todas las tinieblas. Dime que todo lo que me pide Dios es siempre bueno para mí y que, cuando sufro, Alguien camina conmigo. Alguien cuyo divino corazón me entiende. Alguien que, aún a través de los senderos más oscuros, me conduce a las alboradas eternas.

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