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Decimotercera

Madre Admirable,

 ejemplo de la verdadera grandeza.

    ¡Oh María! No has pretendido grandezas. Dios ha venido a buscarte en tu pequeñez. No solo la de tu origen y condición, sino la de tu profunda y exquisita humildad: Tú has querido seguir siendo siempre la pequeña servidora del Señor. ¿Es que hay, pues, en el Reino de Dios, valores que confunden nuestras comunes apreciaciones?

    ¿Es verdad que el más escondido de los seres es quien vive en enorme luz? ¿Que es el más oscuro el que mejor brilla a los ojos del Altísimo? ¿que el más débil es quien puede realmente contar con la fortaleza divina? ¿que el más pequeño puede ser el más grande?

    Tú has comprendido, ¡oh Madre Admirable!, que Dios es el único grande, y que nuestra grandeza consiste en dejar que Dios tome en nosotros todo lugar. ¿Qué son, oh María, las grandezas de la tierra, la riqueza, la fama, el saber? A los ojos de Dios no son sino sombras fugaces. Tu las has sobrepasado fijando tu corazón allí donde está el verdadero Bien: Dios, servido con plena adhesión a su voluntad; Dios, contemplado con la pureza virginal de la mirada que Lo busca; Dios, poseído en intercambios que te sacian de amor. He aquí tu verdadera grandeza, ¡oh María!

    Ayúdanos a comprenderla en Ti, a desearla como Tú, a poseerla por tu intermedio.

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